Herrero de Miñón sobre La Conferencia Constitucional y la independencia de Guinea Ecuatorial

La Conferencia Constitucional y la independencia de Guinea Ecuatorial
en
"Memorias de estío"
de
Miguel Herrero de Miñón.

"En enero de 1968 terminaba los estudios de filosofía en Lovaina cuando, a través de la embajada española en Bruselas, recibí el recado de ponerme en comunicación con el ministro de Asuntos Exteriores. Castiella me pidió que volviese inmediatamente a Madrid a fin de asesorar la preparación y celebración de la segunda fase de la Conferencia Constitucional para la independencia de Guinea Ecuatorial. Su jefe de gabinete, Marcelino Oreja, le había hablado de mis investigaciones sobre el derecho constitucional de la descolonización. Así lo hice el 21 de febrero de 1968, tras despedirme apresuradamente de mis asombrados maestros Antoine Vergote y Alphonse de Waelhens, reacios a comprender aquel rápido paso de la fenomenología a la política.

Conocía a Castiella como amigo que era de mi padre; en varios encuentros veraniegos, había tenido ocasión de charlar con él o, más bien, de escucharle; y con Marcelino Oreja tenía una buena relación que los años han transformado en respeto mutuo y amistad. Pero es claro que nunca había visto trabajar a un equipo ministerial como aquél y en el que se integraban personas de diversa valía y talante. Sin duda se puede discrepar de muchos aspectos de la política exterior de Castiella y el juicio, atendiendo a los resultados, no puede ser optimista. Pero es preciso reconocer que, merced a una tenacidad ejemplar, puesta al servicio de una altísima idea de la dignidad del Estado y de su servicio en el exterior, el ministro y su equipo consiguieron dar a luz una concepción del interés nacional todavía vigente y crear en nuestra carrera diplomática una escuela de pensamiento.

El proyecto de Castiella, tal como, una noche de aquel mes de febrero, me lo expuso en su despacho de Santa Cruz, no carecía de cierta grandeza e indudable viabilidad, aunque hubiera requerido una política interior muy diferente. Se trataba, según el ministro, de conducir rápidamente hasta la independencia a Guinea Ecuatorial primero y al Sahara después, y establecer con ellos íntimos lazos de cooperación de modo que, asumiendo un coste económico no pequeño, España pudiera, en gran medida, determinar su política exterior. Con ello, el político bilbaíno confiaba en obtener tres objetivos: dos votos más para España en las Naciones Unidas, importante baza a jugar en contenciosos presentes y futuros; contrapesar desde el Sur las apetencias marroquíes, estableciendo una alianza entre el futuro Sahara, vinculado a España, y Mauritania, y, en fin, no sólo dar muestras de buena voluntad hacia el Tercer Mundo, sino conseguir dos vías de entendimiento con él. Sin duda el problema de Gibraltar, que ya entonces obsesionaba a Castiella, pesaba mucho en este diseño estratégico y no dejó, a mi juicio, de contribuir a su frustración. Pero si estas bazas se pensaban jugar indudablemente en pro de la reivindicación española, su alcance se pretendía mucho más permanente.

Desde mi llegada hasta mediados de abril estuve dedicado a preparar, a más de la fórmula de acceso a la independencia (1), dos extremos claves.

Ante todo, la elaboración de un anteproyecto de constitución donde tuve ocasión de aprovechar materiales recopilados y utilizados en las investigaciones anteriores ya mencionadas. Recuerdo que con la ayuda de hombres de buen criterio como Oreja, Cañadas y Moro conseguí descartar las peores opciones, entre otras la de exportar las instituciones del régimen español, y establecer, como postura de reserva, un texto muy simple. Sin otra parte dogmática que la Declaración Universal de Derechos del Hombre; un sistema de gobierno neoparlamentario de ejecutivo prácticamente monocrático, equilibrado por un vicepresidente del Gobierno sin específicas competencias; un gabinete dependiente del presidente; y una estructura regional con competencias autonómicas amplias y tasadas y una participación en el Gobierno, como ministros sin cartera, de los dos presidentes regionales.

El segundo extremo, ya planteado al elaborarse la Constitución, era el sistema electoral y que, según el criterio del Gobierno, debía consignarse en una Ley Electoral a elaborar en la propia Conferencia.

Mis conocimientos en la materia no eran grandes y comprobé que los de los supuestos expertos que se movían en torno de aquella tarea eran todavía menores que los míos. Yo conocía desde hacía años, por razones familiares y académicas, a un diplomático excepcionalmente inteligente y que había dedicado mucho tiempo y energía al estudio de los sistemas electorales, Francisco Condomines. Reclamé su venida en comisión de servicios y colaboramos íntimamente durante varios meses hasta el final de la Conferencia Constitucional.

Condomines me convenció de las ventajas del sistema proporcional para afrontar una situación como aquélla. Yo estaba bajo la influencia de las tesis de Duverger y de Rae (2), según las cuales, mientras el sistema electoral mayoritario simple conduce al bipartidismo, el sistema proporcional fomenta la proliferación de partidos y evita las mayorías absolutas. Ahora bien, Condomines me demostró que lo primero conducía al partido único si el sistema mayoritario era de lista nacional y aun provincial, y que la alternativa no podía ser otra que los distritos uninominales, muy convenientes cuando ya existía un sistema de partidos, pero que, en caso contrario, atomizarían la representación, eliminando cualquier gran fuerza política y dando el poder a los notables locales. Por otra parte, el sistema proporcional permitía la representación de diversas minorías territoriales o étnicas, sin necesidad de acudir a la tosca fórmula de reserva de escaños, y si se exigía listas electorales completas, cerradas y bloqueadas, simplificaba extraordinariamente el escrutinio y fortalecía la estructura de los partidos.

Todo eso nos parecía deseable para Guinea y así lo hicimos aceptar por la parte española. Pero esta opción que, al final, fue fútil en Guinea Ecuatorial resultó trascendental, y sus consecuencias llegan a la vigente Constitución y legislación electoral española, como explicaré en capítulos posteriores.

Los instrumentos legales de la independencia estaban ya preparados y los borradores constitucional y electoral listos. Yo trabajaba en un despachito del palacio de Santa Cruz redactando una nota informativa final, cuando la puerta se abrió, con cierta violencia, y entró en mi cubil el ministro Castiella seguido a respetuosa distancia por Marcelino Oreja. Dejé de teclear y me levanté. «No soy Napoleón», dijo Castiella, y yo lo confirmé, como hubiera hecho un personaje de Wodehouse: «No, señor ministro; no lo es.» «Pero como Napoleón», continuó nuestro canciller, «condecoro a mis hombres en el campo de batalla». Abrió un estuche. Me prendió en el pecho la encomienda de número del Mérito Civil, alegando mi juventud para no darme la Gran Cruz. Me rogó continuara trabajando durante la fase de la Conferencia Constitucional que comenzaba días después. Me abrazó y se fue dejando que Oreja me felicitase y entregase un sobre con cincuenta mil pesetas.

Para mí, aquel episodio, por minúsculo que sea, retrataba bien a Castiella y a muchos hombres de su generación. La indudable experiencia se diluía en exceso de ingenuidad. El sentimiento de la grandeza de la propia función se realzaba por una dosis de modestia que hoy es inimaginable. No creo que Castiella se sintiera importante de suyo ni por ser ministro, sino por la alta función que quería y creía ejercer.

La segunda fase de la Conferencia Constitucional comenzó, formalmente, el 17 de abril con un discurso solemne de Castiella y, de hecho, en dos sesiones de mañana y tarde el día 19 del mismo mes. La mesa la constituían Sedó, en representación del ministro, Mañueco y Cañadas; la delegación española se componía de representantes ministeriales, entre los que destacaba, por vocación y dedicación, un jurista excelente, Marcelino Cabanas, los militares, siempre racionales, y el ya prometedor político Rodolfo Martín Villa, escindido entre su fidelidad a López Bravo, del que era director general, y su comprensión y simpatía hacia la política aperturista de Castiella. La delegación guineana agrupaba a representantes de las instituciones de autogobierno, organizadas desde 1963, y de las fuerzas políticas de hecho existentes. Condomines y yo asistimos desde la tarde del día 19 de abril hasta el 27 de mayo, en calidad de Comité Técnico.

Pese a su alto nivel económico de entonces sobre la media africana, la situación de Guinea no era muy alentadora. Las instituciones de gobierno estaban desprestigiadas y sus dirigentes tachados de colaboracionistas (v. gr. el presidente Ondo Edu). Existía un movimiento nacionalista de organización prometedora e implantación global, con un programa occidentalizador y unos dirigentes y cuadros aceptables (el MONALIGE, con Atanasio Ndongo y Saturnino Ibongo a la cabeza). Había movimientos personalistas y oportunistas de todo tipo (agrupados en el MUNGE) y pseudoorganizaciones étnicas múltiples. La minoría más importante eran los bubis, autóctonos de Fernando Poo y temerosos de la mayoría pamwe del continente. Y todo ello, claro está, envuelto en una humanidad lamentable, siempre dispuesta a la corrupción y al charloteo, en la que palpitaba dramáticamente el tránsito entre la magia y la ciencia, la tribu y el partido, el oficio tradicional y la profesión occidental. Pero habituado como estaba, desde la elaboración de mi tesis doctoral, a leer-los discursos de Lumumba, no tuve por qué extrañarme demasiado de los de Macías, y si había admirado a un dogmático como Julius Nyerere, no podía dejar de hacerlo con un pragmático como Ndongo.

Por parte española la situación no era menos compleja. En el Gobierno ya había quedado claro que España no tenía interés político, económico o estratégico alguno en permanecer en Guinea Ecuatorial. Pero sí había dos posiciones contrapuestas en el proceso descolonizador. Por un lado la de Castiella y, por sintonía con él, los ministros que pudieran ser considerados como aperturistas, inclinados a jugar la carta descolonizadora como baza, modesta pero eficaz, de transformación del régimen. En lo exterior para realinearlo en la esfera de las relaciones internacionales; en lo interior para predicar las ventajas del sufragio universal .y de los partidos políticos. En todo caso, para jugar el éxito del proceso como carta de prestigio personal en una sucesión, cuya apertura parecía cada vez más próxima. De otro lado y por razones exactamente opuestas, el almirante Carrero y su entorno, de cuyo Ministerio de la Presidencia dependía la Dirección General de Plazas y Provincias Africanas.

En este panorama incidían las fuerzas de terceros tanto interiores como exteriores. Aunque Guinea era una carga económica para el Estado, los madereros de Río Muni y los cultivadores españoles de café y cacao en Fernando Poo obtenían notables ventajas de la situación colonial y no regatearon esfuerzos para dificultar la descolonización primero y obtener, cuando ésta ya era irreversible, la secesión de Fernando Poo. A este primer factor de perturbación hay que añadir la intervención de ciertos sectores de oposición al régimen que, en connivencia con los más ultramontanos de éste, trataron de frustrar, no tanto el proceso, como el éxito gubernamental en la conducción del mismo. Por último, yo nunca descarté que algún servicio especial de los países con los que la política de Castiella había creado tensiones innecesarias e imprudentes explotara la situación para desacreditarlo y provocar la crisis, como ocurrió meses después.

Todos estos elementos gravitaban en torno a la Presidencia del Gobierno como polo opuesto al palacio de Santa Cruz. Personajes cercanos al almirante Carrero tenían conexiones varias, sea con los madereros o con ciertos supuestos elementos de la oposición democrática. Más adelante mencionaré al notario García Trevijano y su intervención en estas cuestiones. Baste ahora relatar un episodio paradigmático.

Carrero y Castiella no se hablaban, y menos sobre problemas como el de Guinea, en el que mantenían actitudes dispares. Sus relaciones, al menos las que yo conocí, eran por intermediario. Y una tarde de mayo de 1968, Francisco Condomines y yo mismo fuimos al despacho del primero para plantearle, por encargo del segundo, problemas surgidos en el curso de la Conferencia. En un momento dado y poniendo por delante nombres concretos, dije: «Señor vicepresidente, en el círculo de esta casa existen personas que, bajo la protección de V. E., realizan una contrapolítica que podría calificarse perfectamente de traición y que yo considero de lesa patria.» El almirante se demudó y, probablemente, yo también al repensar lo que acababa de decir. « ¿Tiene usted pruebas de lo que afirma?», me preguntó Carrero. «Sí, señor vicepresidente, las tengo y, además, plenamente documentadas.» Yo jugaba de farol a todas luces; pero el vicepresidente del Gobierno hizo un gesto ambiguo con los brazos y espetó: «Usted es muy joven, Herrero. Póngase en la piel de los demás y comprenderá.» Es claro que comprendí.

La presión de los colonos españoles era especialmente intensa en cuanto al futuro de Fernando Poo se refería. Y efectivamente no faltaban argumentos para apoyar la separación de la isla del resto de Guinea y constituirla, de una u otra manera, en lo que, una información interesada del prestigioso Le Monde, tituló «La Canaria más al Sur». No faltó quien propusiera, ya en 1961, la proclamación del gobernador general español como rey de los bubis y, en pleno proceso de independencia, se pretendió formalmente la vinculación de la isla con España a través de la unión personal en un mismo jefe de Estado.

Sin embargo, cuando yo llegué a ocuparme de la cuestión, aunque tales posibilidades no dejaban de plantearse por bubis, terratenientes españoles y algunos funcionarios supuestamente bien intencionados, me parecieron siempre de mayor peso los argumentos en pro de la independencia de Guinea como una sola unidad política. Así lo anunció Castiella al inaugurar la segunda fase de la Conferencia Constitucional y serví tal opción con plena convicción de que era la más conveniente a nuestros intereses nacionales.

Las razones para ello eran varias: Los múltiples actos propios de España y las reiteradas exigencias de la ONU en línea con el respeto a las fronteras coloniales proclamado por la OUA desde 1963, como nueva versión del «uti possidetis». El coste económico que para España tenía la isla y aún lo tendría mayor por sí sola. Los problemas de su defensa militar y el hecho de que la mayoría de la población fuera nigeriana merced a los inmigrantes braceros —cuarenta mil oficialmente, setenta mil en realidad—, que la indolencia de los quince mil bubis y la voracidad de los colonos habían traído a la isla.

El segundo de los factores de perturbación más atrás señalados lo personificó el señor García Trevijano, exótico personaje que años después consiguió romper con izquierdas y derechas, rupturistas, reformistas e inmovilistas, en los años de la transición. El citado individuo se reunió a partir del 24 de abril con los delegados continentales y, con el apoyo técnico del, después catedrático, don Jorge de Esteban, inspiró la llamada propuesta constitucional «de los veintitrés», destinada a provocar la reacción separatista de los isleños, a potenciar el liderazgo del tristemente célebre Francisco Macías y, en último término, a frustrar el proyecto de Castiella de independencia pacífica y cooperación con España. No sé si es casual que, simultáneamente a las intrigas de García Trevijano, gentes cercanas a Calvo Serer hicieron intentos vanos de atraer en la misma dirección al joven Saturnino Ibongo, la más firme promesa del nacionalismo guineano y hombre de confianza de Ndongo.

Condomines y yo conocíamos, día a día, tales operaciones e informamos puntualmente a Castiella. Cuando pienso que nuestros adversarios consiguieron torpedear el feliz desenlace de la Conferencia, el 30 de abril, mediante un donativo de 160.000 pesetas hecho al MUNGE —el recibo lo firmó Francisco Salomé Jones— y el compromiso de llegar hasta 500.000 o que José Antonio Nováis conseguía alguna ayuda económica para el propio Macías, no comprendo cómo el Ministerio no utilizó las mismas armas, con calibre mayor y definitivo.

Meses después, y esto enlaza con el último factor de perturbación más atrás anunciado, se decidieron las elecciones guineanas en favor del candidato Macías mediante la aportación de cinco millones de pesetas, cuyo origen extranjero, del que entonces se habló mucho, ni puedo probarlo ni lo dudo por un momento. La filatelia, en todo caso, compensó sobradamente el gasto electoral.

El día 19 de abril de 1968 presenté, en lo que creo fue la primera intervención política de mi vida, los puntos básicos de una Constitución para Guinea. Pese a las desconfianzas iniciales, fueron tan entusiásticamente aceptados por los africanos que, a su iniciativa, se nos encargó a Condomines y a mí tomar contacto con delegados de Fernando Poo y Río Muni, primero en conjunto, después separadamente, más tarde juntos de nuevo, hasta formular un proyecto de Constitución que la parte guineana pudiera presentar como propio a la Conferencia.

Así se hizo, si bien ya en esta fase, fines del mes de abril, una minoría de entre los minoritarios bubis boicoteó el proceso y exigió la independencia separada de la isla, a raíz de una reunión del Comité del Cacao y una cena celebrada el día 25 por sus dirigentes y los señores Watson, Maho, Bosio y Copariate.

Con todo ello nuestro trabajo avanzó, y a comienzos de mayo existía un borrador de Constitución acordado por la inmensa mayoría de la delegación africana y del que yo era redactor. Se trataba de la elaboración de los puntos por mí expuestos el 19 de abril, resumen, a su vez, del anteproyecto preparado semanas antes y al que ya he hecho referencia.

Fue entonces cuando se produjo la intervención de García Trevijano, más atrás mencionada. Los técnicos, como se nos llamaba, incluso oficialmente, a Condomines y a mí, conseguimos el 10 de mayo desacreditar plenamente el proyecto «de los veintitrés», con rotundidad que hirió profundamente a García Trevijano, pero que apartó de su férula a la mayoría de los guineanos. El frente se desplazó entonces de lo constitucional a lo político y las fuerzas empeñadas en frustrar el intento de Castiella consiguieron su objetivo. Meses más tarde, Gabriel Cañadas me escribió desde Nueva York con motivo del asesinato de Ndongo por orden dé Macías, lamentándose que nuestra mano hubiera sido demasiado corta para llevar a buen término la empresa en que tanto Castiella, la mayor parte de su equipo, y yo mismo estábamos empeñados.

En efecto, más allá de la decisión en pro de la descolonización que ya pocos o nadie ponían en duda y de su articulación constitucional, era preciso saber a quién se daba la independencia. Así se había planteado en las menos malas experiencias descolonizadoras y así lo planteé al ministro en informe de 1 de mayo.

A mi juicio lo inteligente hubiera sido apoyar al nacionalismo de MONALIGE y a sus coaligados naturales, los «fernandinos» de la isla. Las únicas fuerzas políticas con cuadros aceptables, como revelan los nombres de Wilwardo Jones, King, Morgades, Grange, Balboa, Ndongo e Ibongo, con muchos de los cuales hice sincera amistad. Más aún, Condomines y yo nos reunimos por encargo de Castiella con la plana mayor de MONALIGE el 8 de mayo y pactamos una eventual colaboración española con dicho partido a la hora de la campaña electoral, a cambio de una actitud favorable del futuro Gobierno en la cooperación con la exmetrópoli, la salvaguarda de los intereses españoles en Guinea y la línea internacional del nuevo Estado.

Sin embargo, los plantadores españoles jamás entendieron que su mejor garantía era, una vez decidida la descolonización, entenderse con el nacionalismo, como los franceses habían hecho en Senegal y los británicos en Kenia. Traté de explicárselo a alguno de ellos, por ejemplo a Portabella, y se me rieron en las barbas alegando su confianza en las disensiones tribales que impedirían la estabilidad del gobierno nacionalista, en el prestigio del presidente autonómico Ondo Edu y en las gestiones de la, todavía, en Guinea, omnipotente Presidencia del Gobierno.

En este departamento las fobias ideológicas del almirante Carrero y de su entorno indujeron a una opción radical contra MONALIGE y en favor de Ondo Edu y de la extraña agrupación de personas y grupúsculos locales y étnicos que era el Movimiento de Unión Nacional (MUNGE). Todo ello llevó a una radicalización en la oposición entre isleños y continentales que, en colaboración con los nacionalistas, habíamos estado a punto de superar y al creciente protagonismo de Francisco Macías, a todas luces un psicópata desalmado, como después la población guineana tuvo ocasión de comprobar.

El resultado de este deterioro político fue un empantanamiento de la tarea constitucional. La elaboración de un texto desastroso, algunos de cuyos mayores dislates yo conseguí corregir mediante apelación directa a Castiella a mediados de junio, pero que sustancialmente fue sometido a referéndum el día 11 de agosto de 1968. Y, lo que es peor, unas elecciones en las que España no fue neutral, sino pasiva, y algunos españoles, beligerantes.

Se enfrentaron el candidato oficial apoyado por Presidencia y los intereses madereros, Bonifacio Ondo Edu, Francisco Macías como candidato de una coalición entre MUNGE, el viejo IPGE y una fracción disidente de MONALIGE, y el propio MONALIGE con Atanasio Ndongo a la cabeza. Los dos candidatos más votados el día 22 de septiembre fueron Macías y Ondo y, siguiendo una peligrosa política de catástrofe, Ndongo dio al primero sus votos en una segunda vuelta el día 29 del mismo mes. Macías fue proclamado presidente ante la sorpresa de los españoles todos, gobernantes y colonos.

La influencia de Trevijano en Guinea fue a continuación decisiva, y la ejecución de la política española, desastrosa. Al decir de mis amigos, nuestra representación pasaba del protocolo de escuela a la política del cañonero, y nuestros representantes en Naciones Unidas no se dignaban prestar su coche en día de lluvia al nuevo delegado guineano, al que, sin embargo, entregaban abiertos los despachos que recibía vía Madrid. La crisis con España estalló en enero de 1969. Yo estuve plenamente apartado de los últimos trámites del proceso de independencia y solamente en enero de 1969 volví a tener noticias directas de Ndongo e Ibongo. El día 30 de enero me citaron en su hotel, el Palace, para pedirme un asesor jurídico que se trasladara con ellos a Guinea, función para la cual propuse a mi buen amigo Julio González Campos, después magistrado del tribunal Constitucional, quien aceptó encantado, pero, felizmente, no llegó a embarcarse en la aventura. Un mes después, en otra reunión secreta el día 28 de febrero, me comunicaron que proyectaban la incapacitación de Macías y la formación de un gobierno de salvación nacional. Para ello pidieron y obtuvieron mi colaboración y en mi casa se ajustaron proclamas y calendarios. Todo lo comuniqué, por una no sé si excesiva fidelidad funcionarial y, más aún, nacional, al ministro Castiella, a través de su jefe de gabinete Marcelino Oreja la tarde del mismo día 28. Lo demás es sabido. Macías, alertado, se recluyó en Bata. Incomprensiblemente, Ndongo, Ibongo y algún otro conjurado, en lugar de esperarle en Santa Isabel como habíamos acordado, fueron al continente tratando de detenerlo. Ndongo fue arrojado por el balcón y apaleado en la calle hasta morir. Ibongo y Balboa fueron asesinados en prisión. Guinea se hundió en sangre y oscuridad. Un relevante ministro del Gobierno comentó, feliz, que la crisis ya estaba hecha y el cese y sucesión de Castiella garantizados.

(1) Cf. "Autoctonía constitucional y poder constituyente", Revista de Estudios Políticos 169-170, 1970, pags. 29 y ss.

(2) Cf. "Nacionalismo y constitucionalismo", Tecnos, Madrid, 1971, páginas 234 y ss

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